Introducción
Lynda Fitzgerald, ahora conocida como Jadiya, es una joven irlandesa proveniente de un pueblo llamado Wicklow, cercano a Dublín. Es originaria de una familia católica apostólica romana muy severa, compuesta por nueve hijos, su padre es electricista y su madre ama de casa.
Fue educada en Wicklow, luego asistió a una escuela de secretariado, y trabajó en Dublín durante nueve años.
Jadiya, como es llamada ahora, se convirtió al Islam tiempo después de haberse mudado a Arabia Saudita. En este artículo relata la secuencia de sucesos que la trajeron a esta Tierra Sagrada y la introdujeron al sendero acertado. ¡Dios la bendiga!
Cómo vine a Arabia Saudita
Formaba parte de un club de gente joven. Cada lunes nos reuníamos para conocernos y más tarde nos dirigíamos al bar. A veces iba al bar, pero generalmente regresaba a casa después de las reuniones. Una noche una muchacha se integró al club así que decidí ir al bar para hablarle de modo que se sintiera bienvenida. Resulta que trabajaba en una agencia reclutadora que hacía alistamientos para Arabia Saudita. Me contó todo sobre ello y yo estaba fascinada. Antes de eso apenas había oído hablar de Arabia Saudita. A medida que la noche pasaba me interesé más y más; y para cuando dejé el bar realmente deseaba ir a Arabia Saudita.
Ese año, 1993, solicité un empleo aunque no lo conseguí. Por un tiempo no pensé en el asunto, me fui a casa a pasar navidad y estaba muy aburrida; así que decidí que debía darle un giro diferente a mi vida. Todas mis amigas tenían novios o estaban casadas y habían avanzado hacia entornos diferentes. Repentinamente me encontré sin ataduras. Cuando regresé a la ciudad, luego de la navidad, telefoneé a la muchacha de la agencia reclutadora y le pedí que me colocara a disposición de cualquier empleo que surgiera en Arabia Saudita. Dijo: “No lo creerás, acabo de recibir un fax del Hospital de las Fuerzas de Seguridad, buscan una secretaria”. El 15 de Marzo de 1994 me encontraba aquí.
Mis primeras impresiones del Islam
Lo primero que el resto de los occidentales comentan cuando uno llega a Arabia Saudita es lo terrible que son los musulmanes, cómo maltratan a sus mujeres, cómo todos se marchan para rezar y no regresan por horas, como todos se marchan a Bahrain para beber y conquistar mujeres... Se comienza adjudicándoles prejuicios, entonces uno piensa que el Islam es así. Sin embargo, el Islam no es así y desafortunadamente la mayoría de los occidentales fracasan cuando se trata de entender eso.
Cómo cambió mi perspectiva
A mí, desde el inicio, me generó curiosidad. Veía a las personas rezar en la mezquita y pensaba que era grandioso tener semejante fe y devoción hacia Dios. Encontraba folletos tendidos por ahí y los tomaba para leerlos; sin embargo, mis amigos occidentales decían: “Para qué lo lees, no tiene sentido leerlos, solamente tratan de lavarte el cerebro”, y como me sentía avergonzada dejaba de hacerlo. Luego comencé a tomar lecciones de idioma árabe, y mi profesor, un hombre egipcio, me causó una gran impresión. Era muy diferente a la mayoría de los musulmanes a quienes había conocido. Su fe era tan fuerte. Me convertí en su amiga ya que tenía algunos problemas con un hombre musulmán en el trabajo y necesitaba a alguien con quien hablar al respecto. Me angustiaba por ello y echaba la culpa de todo al Islam; a pesar de eso, él era muy paciente, me explicaba las cosas y me ayudó a darme cuenta de que no se trataba del Islam y que no todos los musulmanes se comportaban de esa forma.
Otra de las cosas que los occidentales le dicen a uno es que todo lo que los musulmanes quieren es convertirte y lavarte el cerebro. Por ende, uno desconfía de cualquiera que trata de hablarte acerca del Islam y levanta una pared entre uno y ellos y, en consecuencia, no escucha nada de lo que quieren contarte. Sin embargo, Jaled jamás habló del Islam a menos que yo sacara el tema primero o culpara al Islam erróneamente. A veces incluso lo atacaba injustamente por algo que no tenía relación alguna con el Islam. Él siempre permanecía calmo, era muy paciente y advertía claramente que sólo deseaba que yo supiera la verdad, que me percatara de que estaba siendo injusta o había sido mal informada.
Pronto comenzó Ramadán. Muchos sauditas en el trabajo se quejaban: “Podemos oler comida, no deberían comer en las oficinas, deben tratarnos con más respeto”. No comprendía por qué ni siquiera podía tener un vaso de agua sobre mi escritorio, al fin y al cabo, se suponía que se sacrificaban por Dios, no debía importarles que tuviese un vaso de agua sobre mi escritorio. El siguiente extracto de mi diario íntimo revela cómo me sentía en el principio de Ramadán:
“Estamos en Ramadán. ¡Cielo Santo, qué mes! Es tan molesto... Ni siquiera se puede mencionar la palabra comida. Van de un lado al otro como si fueran mega mártires, cuando la mayoría de ellos ni están trabajando. Sólo tienen que hacer seis horas por día, luego se quedan levantados toda la noche comiendo y hacen que el resto de nosotros nos sintamos totalmente paganos durante el día”.
Jaled, mi amigo, trató de explicarme algo al respecto. Me explicó acerca de orar tarde por la noche y esforzarse arduamente para ser una buena persona, y no utilizar malas palabras, quejarse o difamar y ser más caritativo. Me contó sobre ciertos occidentales que probaron el ayuno para saber de qué se trataba y cómo a algunos de ellos les gustó tanto que lo llevaron a cabo cada año. Una mañana me desperté y decidí ayunar. Lo hice. No se lo mencioné a nadie en un principio ni a Jaled, aunque eventualmente se percató por su cuenta.
Un día fui a verlo y me dijo que tenía algo que quería que leyera. Trajo una copia del Corán para mostrarme un pasaje sobre Jesús, la paz sea con él, y cuando la colocó entre mis manos sentí como si me hubiese entregado un precioso trozo de cristal. Me sentí desbordada, no quería devolvérselo, pero me sentí estúpida y temía que se riera si le decía cómo me sentía, al punto que se lo di. Sin embargo, por días sentí que algo dentro de mí me quemaba, hasta que finalmente él mismo me sugirió: “¿Por qué no lees el Corán?”; y fue como si levantaran un enorme peso de mis hombros. Lo llevé a casa y comencé a leerlo esa noche.