Fui educada para creer en Dios desde niña. Iba a la iglesia prácticamente todos los domingos. Asistía a las clases de Biblia y cantaba en el coro. Aún así, la religión no era una parte muy importante de mi vida.
Había momentos en que creía estar cerca de Dios. A menudo le rezaba para pedirle orientación y fuerza en momentos de desazón, o para expresarle un deseo en tiempos mejores. Pero pronto caí en la cuenta de que esta sensación de cercanía se evaporaba rápidamente cuando dejaba de pedirle algo a Dios. Me di cuenta de que si bien creía, no tenía fe.
Veía al mundo como un juego en el que Dios participaba de vez en cuando. Él inspiró a las personas a escribir una Biblia, y de alguna manera las personas pudieron encontrar la fe dentro de esa Biblia.
A medida que iba creciendo e iba conociendo mejor el mundo, creía más en Dios. Creía que debía existir un Dios para poner un poco de orden al caos del mundo. Creía que, si no existiera Dios, el mundo habría terminado en una completa anarquía hace miles de años. Me sentía reconfortada de creer que había una fuerza sobrenatural que guiaba y protegía al hombre.
Los niños normalmente adoptan la religión de sus padres. Yo no era la excepción. A los 12 años, comencé a pensar más profundamente en mi espiritualidad. Me di cuenta de que había un vacío en mi vida, donde debería estar la fe. Cada vez que necesitaba algo o estaba desesperada, simplemente le rezaba a alguien llamado “Señor”. ¿Pero quién era realmente este Señor? Una vez le pregunté a mi madre a quién debía rezarle, si a Jesús o a Dios. Creyendo que mi madre tenía razón, le recé a Jesús y a él le atribuí todas las cosas buenas.
Siempre me dijeron que la religión no se discute. Mis amigos y yo intentamos hacerlo muchas veces. Solía discutir con mis amigos sobre el Protestantismo, el Catolicismo y el Judaísmo. A través de esos debates buscaba dentro de mí cada vez más, y decidí que debía hacer algo sobre mi sensación de vacío. Por eso, a la edad de 13 años, comencé mi búsqueda de la verdad.
La humanidad está constantemente buscando el conocimiento o la verdad. Mi búsqueda de la verdad no se podía considerar una búsqueda activa de conocimiento. Continuaba participando de los debates y leía más La Biblia, pero no pasaba de eso. Durante ese lapso de tiempo, mi madre advirtió mi comportamiento, y desde ese entonces estuve en una “fase religiosa”. Mi comportamiento estaba muy lejos de ser sólo una fase. Me limitaba a compartir mi nuevo conocimiento con mi familia. Aprendía sobre las creencias, prácticas y doctrinas dentro del Cristianismo y de algunas creencias y prácticas dentro del Judaísmo.
Unos meses después de comenzada mi búsqueda, caí en la cuenta de que si creía en el Cristianismo, tenía que creer también que estaba condenada al Infierno. Sin siquiera considerar mis pecados anteriores, me encontraba en “un camino de ida hacia el Infierno”, como suelen decir los pastores sureños. No podía creer todas las enseñanzas del Cristianismo. Sin embargo, lo intentaba.
Recuerdo muchas veces estar en la iglesia y luchar conmigo misma durante el llamado a ser discípulo. Me decían que bastaba con atestiguar que Jesús era mi Señor y Salvador para garantizarme una vida eterna en el Paraíso. Nunca caminé hacia el altar para recibir las manos extendidas del pastor, y mi reticencia aumentaba más mis miedos de ir al Infierno. Durante ese tiempo, estaba intranquila y tenía perturbadoras pesadillas; me sentía muy sola en el mundo.
Pero no sólo carecía de fe, sino que también tenía muchas preguntas que formulaba a cuanto cristiano bien instruido encontraba, pero nunca recibía respuestas satisfactorias. Sólo decían cosas que me confundían aún más. Me decían que yo intentaba aplicar la lógica a Dios, y que si tenía fe podía simplemente creer e ir al Paraíso. Bueno, ese era mi problema: No tenía fe. No creía.
En realidad, no creía en nada. Sí creía que había un Dios y que Jesús era su hijo enviado para salvar a la humanidad. Eso era todo. Sin embargo, mis preguntas y mi razonamiento excedían mis creencias.
Las preguntas continuaron. Mi perplejidad aumentaba. Mi incertidumbre aumentaba. Durante quince años seguí ciegamente una fe, simplemente porque era la fe de mis padres.