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Conocer a Alá
  
  

   

Mi nombre islámico es Abdullah Al-Kanadi.  Nací en Vancouver, Canadá.  Mi familia, que son todos católicos, me criaron como católico hasta que tuve 12 años de edad.  Soy musulmán desde hace aproximadamente seis años, y me gustaría compartir con ustedes la historia de mi viaje hacia el Islam.


Supongo que como en toda historia, es mejor comenzar desde el inicio.  Durante mi niñez asistí a una escuela religiosa donde me enseñaron la fe católica, junto con otras materias.  Religión era mi materia favorita; tenía excelentes notas en lo que eran las enseñanzas de la Iglesia.  Mis padres me presionaron para ser monaguillo desde una edad muy temprana, lo cual complacía mucho a mis abuelos; pero cuanto más aprendía de mi religión, ¡más la cuestionaba!  Tengo este recuerdo de mi niñez: le pregunté un día a mi madre en la misa: “¿Nuestra religión es la correcta?”.  La respuesta de mi madre aún suena en mis oídos: “Craig, todas son iguales, todas son buenas”.  A mí eso no me parecía correcto.  ¿Cuál era el caso de aprender mi religión si todas eran igualmente buenas?


Cuando tenía doce años, a mi abuela materna le diagnosticaron cáncer de colon y falleció unos meses después, luego de una dolorosa batalla con la enfermedad.  No me había dado cuenta que tan profundamente me había afectado su muerte, sino hasta más tarde en mi vida.  A la temprana edad de doce años, decidí que sería ateo para castigar a Dios (si es que uno puede siquiera imaginar algo así), era un jovencito muy enojado, enojado con el mundo, conmigo mismo y lo peor de todo, con Dios.  Pasé los primeros años de mi adolescencia intentando hacer todo lo que podía para impresionar a mis “amigos” de la escuela pública secundaria.  Rápidamente me di cuenta que tenía mucho que aprender, pues al estar protegido en una escuela religiosa, uno no aprende lo que aprendería en una escuela pública.  Incitaba a mis amigos en privado a que me enseñaran las cosas que no aprendí antes, y pronto me hice al hábito de decir malas palabras y burlarme de la gente más débil que yo.  Si bien intentaba encajar, en realidad nunca logré hacerlo.  Me golpeaban los más grandes; las chicas se burlaban de mí y demás.  Para un chico de mi edad, eso era devastador.  Me retraje hacia mí mismo, en lo que uno llamaría una ‘coraza emocional’.


Mis años de adolescencia estaban llenos de miseria y soledad.  Mis pobres padres intentaban hablar conmigo, pero yo era agresivo y muy irrespetuoso con ellos.  Me gradué de la escuela secundaria en el verano de 1996 y sentí que las cosas tendrían que cambiar para mejor, puesto que creí que no podría empeorar más de lo que ya estaban.  Me aceptaron en una escuela técnica local y decidí que mejoraría mi educación y tal vez ganaría buen dinero, por lo cual sería feliz.  Comencé a trabajar en un local de comida rápida al lado de mi casa para ayudar a costear los gastos de mi estudio.


Un par de semanas antes de comenzar la escuela, me invitaron a mudarme con unos amigos del trabajo.  Esa me pareció la respuesta a todos mis problemas.  Me olvidaría de mi familia y estaría con mis amigos todo el tiempo.  Una noche, les dije a mis padres que me iría de casa.  Me dijeron que no podía, y que no estaba listo para ello y que no lo permitirían.  Tenía 17 años y era muy obstinado; insulté a mis padres y les dije todo tipo de palabras hirientes, las cuales aún lamento hasta el día de hoy.  Me sentía envalentonado por mi nueva libertad, me sentía liberado, y podía seguir mis deseos a mi antojo.  Después de eso me mudé con mis amigos y no les hablé a mis padres durante mucho tiempo.


Estaba trabajando y yendo a la escuela cuando mis amigos me hicieron conocer la marihuana.  Me enamoré de ella con la primera fumada.  Fumaba un poco cuando llegaba a casa del trabajo para relajarme y desconectarme.  Pronto, comencé a fumar más y más, al punto que un fin de semana había fumado tanto que cuando me di cuenta, ya era lunes por la mañana, hora de ir a la escuela.  Pensé: “bueno, faltaré un día a la escuela, voy mañana, seguro no me van a extrañar”.  Nunca más volví a la escuela después de ese día.  Me di cuenta de lo bien que estaba.  Podía robar toda la comida que quisiera de mi trabajo y las drogas que pudiera fumar, ¿quién necesita ir a la escuela?


Tenía una gran vida, o al menos eso pensé; me convertí en el chico malo ‘residente’ en el trabajo y por lo tanto, las chicas comenzaron a fijarse en mí como nunca lo habían hecho en la escuela secundaria.  Probé drogas más fuertes, pero gracias a Dios, me salvé de esas cosas terribles.  Lo extraño era que, cuando no estaba drogado o borracho, me sentía miserable.  Sentía que no valía nada, que era insignificante.  Robaba del trabajo y a mis amigos para poder mantener mis delirios químicos.  Me volví paranoico de la gente que me rodeaba y me imaginaba que los policías me perseguían en cada esquina.  Comencé a quebrarme y necesitaba una solución, por lo que pensé que la religión me ayudaría.


Recuerdo haber visto una película sobre la brujería y pensé que eso sería perfecto para mí.  Compré un par de libros sobre la Wicca y la Adoración de la Naturaleza, y descubrí que ellos fomentan el uso de drogas naturales, por lo que seguí usándolas.  La gente me preguntaba si creía en Dios, y teníamos conversaciones de lo más extrañas cuando yo estaba bajo la ‘influencia’, pero recuerdo claramente responder que no, que de hecho no creía en Dios en absoluto, sino en muchos dioses tan imperfectos como yo.


A lo largo de todo ese proceso, hubo un amigo que estuvo siempre conmigo.  Él era un cristiano “que renació”, y siempre me sermoneaba, incluso cuando yo me burlaba de su fe.  Era el único amigo que tenía en ese momento y que no me juzgaba, por eso cuando me invitó un día a un campamento juvenil, decidí ir con él.  No tenía expectativas.  Pensé que me divertiría mucho riéndome de los “santurrones”.  La segunda noche, dieron un importante servicio religioso en un auditorio.  Había todo tipo de música alabando a Dios.  Yo miraba cómo viejos y jóvenes, hombres y mujeres, gritaban pidiendo el perdón y lloraban.  Me conmoví y dije una oración en silencio con las palabras: “Dios, sé que he sido una muy mala persona, por favor ayúdame, y perdóname y déjame comenzar de nuevo”.  Sentí que la emoción me embargó, y me cayeron lágrimas por las mejillas.  En ese momento decidí adoptar a Jesucristo como mi Señor y Salvador personal.  Levanté mis manos y comencé a bailar (sí, a bailar).  Todos los cristianos que me rodeaban me miraban asombrados en silencio; ¡el que se burlaba de ellos y les decía lo tontos que eran por creer en Dios ahora bailaba y adoraba a Dios!


Volví a mi alocada casa y me deshice todas las drogas y alucinógenos.  Les dije a mis amigos que tenían que ser cristianos para poder salvarse.  Me impactó el hecho de que me rechazaran, porque siempre solían darme su atención hasta ese entonces.  Terminé volviendo a vivir con mis padres después de una larga ausencia y los fastidiaba con razones para que se volvieran cristianos.  Ellos eran católicos y sentían que ya eran cristianos, pero yo no lo sentía así, pues ellos adoraban a los Santos.  Decidí volverme a ir de mi casa pero esta vez en mejores términos y con un trabajo que me dio mi abuelo que quería ayudarme con mi “recuperación”.


Comencé a frecuentar una “casa de jóvenes” cristianos que básicamente era una casa adonde acudían adolescentes para salir de las presiones familiares y hablar del Cristianismo.  Yo era el mayor que todos los chicos que había allí, por lo que pasé a ser uno de los que más hablaba e intentaba que los demás se sintieran bienvenidos.  A pesar de ello, me sentía un fraude, pues comencé nuevamente a beber y a salir con mujeres.  Les hablaba a los chicos del amor que Jesús tenía por ellos, pero en las noches salía y bebía.  Durante ese tiempo, mi único amigo cristiano intentaba aconsejarme y mantenerme en el camino correcto.




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